"Bajar los pies de la cama y que no haya barro ya es un logro": la historia del alumno ejemplar que vivía en un asentamiento y que llegó a ser psicólogo

Este jueves terminó la primera materia de la maestría que comenzó a cursar; dice que a veces se olvida de todos los pequeños esfuerzos que hizo para llegar hasta acá, pero este primer paso "cortito" inevitablemente lo inundó de recuerdos. 

Este jueves Alejandro Ferreira terminó la primera materia de la maestría que comenzó a cursar. Dice que a veces se olvida de todos los pequeños esfuerzos que hizo para llegar hasta acá, pero este primer paso "cortito" inevitablemente lo inundó de recuerdos.

"Siempre pensé que el paso más difícil es el primero", dice a Telemundo. Mira para atrás y recuerda lo que le costó llegar y piensa que tiene que festejar hasta el mínimo logro. "Levantarse de mañana, bajar los pies de la cama y que no haya barro ya es un logro porque no pasaba cuando llegué a Montevideo", cuenta.

"Potencial escondido en la miseria". Así titulaba una nota de 2006 el diario El País. El protagonista de ese artículo era Alejandro, entonces un niño. Este miércoles, 17 años después, él decidió recordar esa entrevista que le hicieron años atrás. "Hoy me di cuenta de que mañana es la última clase de mi primera materia de la maestría. Lo logré, estudié y voy a seguir estudiando. Saludos y gracias a los que fueron parte. No se rindan nunca", escribió el joven en su cuenta de Twitter.

En ese entonces, tenía 11 años e iba a la Escuela 119, un centro educativo de contexto crítico en el barrio Piedras Blancas. Hacía un año que con su familia habían llegado a la capital desde Artigas. Habían conseguido un terreno en el asentamiento 3 de Enero, donde habían construido un ranchito.

"El cambio es difícil de una ciudad chica a una grande, pero la escuela y los docentes, particularmente, fueron facilitadores de ese traspaso y la verdad que estuvo muy bueno", sostiene ahora en entrevista con Telemundo.

Alejandro, siendo un niño, sabía lo que era tener necesidades económicas. "Por momentos faltó comida y eso fue bastante duro porque no eran períodos cortos de tiempo tampoco. Hubo momentos más jodidos, capaz que en Artigas, incluso con las inundaciones, que eran épocas que se complicaban bastante y en Montevideo también la llegada fue bastante dura", asegura.

Pese a esto, sus padres siempre fueron impulsores de la educación. En su casa le repetían una y otra vez -para que no se le olvidara pese a su contexto- que esa era "la prioridad absoluta". "A nivel de valores, de formas de ver la vida, creo que ahí sí es en donde las cosas estuvieron bien", destaca.

Con seis años sabía que quería ser inventor y desde entonces no le faltó la motivación de sus padres. "¿Querés hacer eso? Se puede", insistían.

Y tras la nota que le hizo El País, en la que se aseguraba que con 11 años era un alumno "destacado" y soñaba con conseguir una beca liceal que le permitiera continuar con sus estudios, llegaron las oportunidades. Esas que, admite, la mayoría de sus compañeros no tuvieron para desarrollarse en aquello que destacaban y que a él le dieron un impulso necesario.

"De esa nota surgen un montón de propuestas de colegios con distintas características y algunas de particulares", rememora. Una de ellas era de un grupo de amigos que lo quería ayudar.

"Me hicieron una propuesta muy interesante en cuanto a un colegio que me quedara cerca de mi casa, al que pudiera ir de manera más simple, pensaron un poco más en el contexto", reflexiona. ¿Qué requisitos tenía? Ninguno más que ir.

Así comenzó a ir al liceo Notre Dame en la Curva de Maroñas. "La realidad siguió siendo un poco compleja, fue mejorando con el tiempo pero siguieron habiendo necesidades de infraestructura, de recursos, de cosas básicas, como en ese momento pagarme el boleto", admite. "Estudiar es importante pero después hay que volver a casa y hay que seguir. La vida continúa antes y después de la educación", subraya.

Para poder conseguir ese dinero, Alejandro hacía changas con su padre: a veces cortaba el pasto, otras vendía ropa en un puestito de la calle. Él estaba acostumbrado a tener que ayudar en su casa. "Desde los ocho años empecé vendiendo maní en Artigas recorriendo algunos lugares. No le tenía miedo a esa dinámica, de hecho la conocía entonces dije: 'Bueno, en Montevideo habrá otras cosas', y fui haciendo lo que tuve oportunidad. Trabajé haciendo de todo", afirma.

Hizo lo que fue necesario durante ese período pero siempre con la claridad de que el estudio estaba primero y todo lo demás era complementario, aunque a veces no le quedara otra. Y así pasaron los seis años del liceo y debió dar un nuevo paso, la facultad.

Y con ese sueño de ser inventor llegó a la Facultad de Ingeniería. "Hice un primer año que no me encontré mucho, quizás porque tenía ideas mucho más fantasiosas -incluso a esa edad- de qué significaba la carrera, de qué era ser ingeniero, qué cosas iba a aprender y no me gustó. Y eso me desafió salado", reconoce.

Pero no paró. Al año siguiente se cambió a la Facultad de Piscología. "Definitivamente encontré el camino", cuenta con alegría.

A Alejandro también le gusta el voluntariado y se dedicó durante mucho tiempo a la docencia. "Trabajé en centros educativos de niños hasta en la UTEC (Universidad Tecnológica del Uruguay). Realmente han sido procesos en los que yo trato de apostar a lo que creo que es una diferencia, que es enseñar; que la gente tenga recursos para sacar adelante sus propios proyectos", expresa.

En todo este camino conoció a muchas personas que no tuvieron las mismas oportunidades que él. "¿Qué hubiera sido de ellos si las tenían?", se pregunta. Se acuerda de los 44 compañeros que tuvo en la Escuela 119. Solo uno o dos terminaron el liceo.

"Habían muchos que eran una luz y sabían muchísimo, otros eran grandes artistas o escribían muy bien poesía. Había gente que era muy buena y que después te los cruzas en la vida y decís: 'no lograste capitalizar nada de eso, pero quizás porque nadie te puso una oportunidad adelante y te dijo: 'mirá que se puede'. Y eso es complicadísimo", reflexiona.

Las oportunidades y los apoyos son fundamentales, asevera Alejandro, pero también dice que hay que entender al ser humano. "A veces decimos que hay que apostar a la educación, como una cosa aislada y mágica. Y sí, sin dudas. Pero sin el apoyo de la familia, sin la contención de los docentes o de otros profesionales que también están en la vuelta, creo que todo es más difícil", concluye.